La abuelita se casó a los 16 años y a los 18, al ver que una de sus cuñadas se moría en el proceso de parto, decidió ayudarla, y a partir de ahí se dedicó a eso.
Recuerdo estar en su casa, mi mamá me llevaba cuando estaba enferma, ella me sobaba el estómago, era una mujer amable; todos en el pueblo la querían, y el día de sus exequias 6 de junio de 2019, no cupo la gente en el templo, ahí supe que debía escribirle algo.
Eloísa Rey de Reyes: Aunque su nombre poco se pronunciaba, porque para casi medio pueblo
era la “madrina”, tanto que el día de las confirmaciones la fila de ahijados llegó a ser de más
de 20; para otros era la “comadre”, y los que no pertenecían a ninguno de estos dos grupos le
decían “abuelita”.
En Fosca no importa a quien le pregunte por ella, todos le darán la misma
referencia: fue una mujer excelente, nunca se negó para un favor y ayudaba a todo el mundo
sin importar nada.
Mi mamá fue la hija mayor, así que era la responsable de cuidar a los hermanos. A los 7 años
ya cocinaba y les llevaba a los obreros. No tuvo la oportunidad de estar en la escuela ni un
solo día, aprendió a leer y a firmar cuando nosotros como hijos le enseñamos, a escribir no
aprendió. Sin embargo, tenía un don en sus manos, tantos partos que atendió y nunca dejó
morir a nadie.
Se casó a los 16 años y a los 18, al ver que una de sus cuñadas se moría en el proceso de
parto, decidió ayudarla, y a partir de ahí se dedicó a eso. “Yo la acompañé varias veces y le
preguntaba: ¿por qué escogió este trabajo tan feo? Es que era horrible, yo tendría 5 años, me
dejaban fuera de la casa, pero escuchaba a las mujeres gritar de dolor”. Recuerda Nelly, una
de sus hijas mayores.
Llegaban a buscarla a cualquier hora, pero eso no le importaba. Si era de día nos dejaba
haciendo el oficio, y eso si, en la casa se hacía lo que mi mamá dijera, porque le teníamos
miedo. Y si era en la madrugada igual se levantaba, se colocaba su ruana y se iba; a mí no me
gustaba que ella hiciera eso, en ese tiempo no había carreteras, eran solo caminos, entonces se
iba caminando y se alumbraba con velas.
“Recuerdo que a mí me tocaba salir a buscar las hojas de brevo y de laurel, e ir al pueblo a
comprar la inyección de Pitocin”, afirma Gabriel, su hijo mayor.
“Apenas llegaba ponía a cocinar esas hojas y nos daba esa agua amarga, hasta que naciera la
criatura. A mí me recibió los 5 primeros”, cuenta una de sus ahijadas, Loelia Barbosa.
Ella recibió niños que venían de pies, con el cordón umbilical enredado, y siempre sabía qué
hacer; después de que nacían les cortaba el cordón, los limpiaba, los bañaba, recogía todo el
desorden que quedaba, lo lavaba, prendía el fogón y le hacía un caldo de gallina a la mujer
para que recobrara fuerzas. Luego de todo eso se iba, pero a los 3 días volvía para saber cómo
estaban la mujer y el bebé.
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Durante muchos años ella salió a donde le dijeran, pero como sufría del corazón empezó a
enfermarse y tuvo que pedir que le llevaran las mujeres a la casa. Las recibía y no las dejaba
ir antes de una semana, durante la cual se encargaba de atenderlas: eso sí, nunca cobraba ni
un solo peso.
Y aunque no cobraba, nunca nos faltó comida, y había para todo el que llegara, porque todos
los que no tenían qué comer, llegaban a la casa, y si no llegaban, nos mandaba a que les
lleváramos.
El abuelo la regañaba, le decía: “no tenemos nada porque usted es muy bondadosa”. Es que el
objetivo de la vida de mi mamá fue servir, para ella era importante que todos tuvieran algo
que comer: nos mandaba hacer amasijos de unos 150.000 pesos y lo repartía en 3 días, no
podíamos decir nada, porque era malgeniada y nos reprendía diciendo: “No sean miserables”.
Así que nosotros sabíamos que cuando alguien llegaba nos tocaba prender el fogón, hacer
café o chocolate y fritar huevos.
Nadie se iba de la casa sin darle de comer, y eso era tarea de
todo el día, porque llegaba gente a cada rato, le llevaban niños enfermos, mujeres
embarazadas para que les acomodara el bebé, otros llegaban a darle quejas y a que les diera
consejos, pero a todos los atendía con amor.
Fue muy caritativa: si veía mal vestido o abrigado a alguien, buscaba entre la ropa de uno de
nosotros, o de los nietos, y sin pensar se la daba; cuando le preguntábamos: Mamá ¿Dónde
está tal abrigo? Nos respondía: “No lo busque mija, se lo regalé a la señora que vino tal día”.
Con el dinero fue igual, lo regalaba sin dolor a quien llegara a quejarse, era como si no
tuviera valor, no pensaba en gastos, ni pérdidas.
Preparaba un jarabe de hierbas para la tos, y
mandaba a Nelly que le comprara los envases, lo empacaba y lo regalaba; además cuando
formulaba otros medicamentos, le decía a la gente: “vaya a la droguería de Martha, pídalos,
luego yo los pago; así era que a cada rato pagábamos cuentas de 800.000 a un millón de
pesos.
Aunque al final la gente trataba de recompensarle con mercados, los domingos llegaban con
bultos de papa, mazorca o lo que tuvieran en cosecha, cada quien con lo que pudiera; otros le
llevaban huevos, otros envueltos o arepas.
Ya estando enferma atendió el último parto: fue en una madrugada cuando llegó una
muchachita de 16 años a punto de dar a luz. La llevaban tirada en la carrocería de un camión,
la entraron a la casa y sus acompañantes desaparecieron. Esta mujer estaba desmayada, pálida
y fría, pero mi mamá como pudo le recibió el bebé y logró que los dos se recuperaran. Es que
por enferma que se sintiera, atendía a todo el que llegara, a pesar de que nosotros nos
oponíamos.
Historias como esas tiene muchas; a ella no le quedaba grande nada, tal vez por eso cada que
se enfermaba un niño, preferían llevarlo a donde mi mamá antes que al Centro de Salud.
Una vez una ahijada le llegó con la hija enferma, en el hospital no le habían dado ningún
diagnóstico; recuerdo que ese angelito lloraba tanto, se le veía el desespero por los dolores.
Mi mamá la vio y nos mandó por ajo, paico y otras hierbitas que trituró y le puso en el
estómago, la sobó hasta que se durmió y pudo descansar: luego se levantó corriendo a pedir
comida, no podíamos creerlo.
“Mientras estuvo a su alcance cuidó, sanó, aconsejó y dio de comer a quien se le acercó; aún
20 minutos antes de morir ella me dijo: “Vaya mija a la cocina y prepare de comer para todos
los que vengan a acompañarnos”, recuerda Natalia Reyes, su hija menor.
Ella se nos fue en cuerpo, pero vive en el corazón de todo un pueblo.
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